Una plaza, un pomo de óleo y El Maestro.


(Homenaje a José Arditti.1938-1992)

I. La Vida

i)

Hoy es viernes.
Camino presurosa,
tan sólo dos cuadras,
qué ansiedad.

Dos cuadras,
desde mi departamento,
sito en Sarandí
entre Colón
y Pérez Castellanos,
al Taller.

Situado
en la plaza
de mi infancia,
una vez
me lastimé
la rodilla,
y la tía Krashe
se pegó
un susto
bárbaro.

La Plaza Zabala,
permanece
inmutable
con el paso
del tiempo.

Su monumento
central,
con escaleras,
las cuales
tantas veces
subí y bajé
corriendo.

Las palomas,
a quienes tenía
un miedo bárbaro,
creía no sabían “manejar”
y chocarían conmigo
cuando volaban.
El banco de hierro.

Pero
por sobre
todas las cosas,
esas rejas
la demarcaban
con suma elegancia.

Esas rejas eran
“Las Rejas
de la plaza Zabala”,
porque no hay
otras en Montevideo.

Una esquina:
Alzáibar
y Circunvalación
Durango,
nombre
de la calle
que rodea
nuestra amada
plaza Zabala.

No podría
haber existido
lugar más perfecto
para emplazar
El Taller.

Pintar
mirando
los árboles
de la plaza
a través de
esos ventanales,
aquellas tardes
de invierno,
viendo caer
las hojas
color ocre
de los plátanos.

Ir al Taller
del Maestro,
era una fiesta.

ii)

El caballete,
cubierto
de capas
de óleo
multicolores.

El olor
a trementina,
a esmalte,
las planchas
“Duravor”,
tener
los dedos
negros
de trementina
y aceite,
sentirme feliz.

La paleta
con un alto
impresionante,
los lugares
donde yo
preparaba
los colores,
la del Maestro
aún era
más alta.

La mía
era redonda,
me la regalaron
mis padres,
cuando niña,
junto
a una valija
de óleos,
y pinceles largos,
en los tiempos
que yo pintaba
en el Taller
La Gaviota.

Ahora,
no tan
niña,
más bien
señora,
nuevamente
esa Valija,
me acompaña
al Taller
del Maestro.

Es
una valija
de madera
con pomos
de metal
de óleos.

La primera vez
abrí uno de ellos,
y me sorprendí.

La pintura
estaba aún fresca,
y yo
ya no era
una niña.

iii)

Cuando llegamos
al Taller
por vez primera,
mi amiga Silvia,
y yo,
El Maestro
nos hizo sentar
a cada una
frente
a un caballete.

Nos dio
una
pequeña
imagen,
no recuerdo
si dibujo
o fotografía,
y la consigna
era reproducirla.

A mí
me tocó
la de un bote.

El Maestro
me enseñó
las pinceladas
del agua,
y las pinceladas
del cielo.

Debajo
de los botes,
siempre debía
de existir
el Reflejo
en el agua.

Era una especie
de bote
hecho
con pinceladas
de agua.

Aprendimos
a acercar
y alejar
objetos.

Todo
mediante
la técnica
del color.

Los lejanos
llevaban
sombras
oscuras,
los cercanos
tintes
de luz,
quizá
en blanco,
o amarillo,
depende
de cual
fuese
la temática.

Así,
eran
iniciados
los alumnos.

Reproduciendo
una imagen.

iii)

Pero,
en algún momento,
de ese ciclo
de reiteraciones
de imágenes
de otros,
nos llegaba
un “clik” certero.

¡No!
No quería
pintar
esa imagen
con esos colores,
le quería
dar otros.

Era
entonces,
que había
comenzado
La Creación,
desapegándome
lentamente
de la reproducción fiel
de la creación
de Otro.

iv)

La culpa
de mi “click”
la tuvo
un cielo.

Un
aburridísimo
cielo
celeste,
me compadecí
tanto de él
y lo quise
poner contento;
entonces lo
hice violeta.

El Maestro
preguntó
sorprendido:
¿Por qué
el cielo
es violeta?
, Porque
así
me gusta.

A partir de ese
instante inicial
de Creación,
una ebullición
de entornos raros,
y colores
muy brillantes
emergían
de mi inconsciente.

Mujeres
de pelo azul,
sin ojos
nariz
ni boca.

Cielos
violetas,
verdes
y anaranjados.

Escenas
de payasos
en Carnaval.

Mi creación
era un escenario
completo,
sea puerto,
carnaval,
o pareja.

Yo
Elegía
los colores,
MI PALETA
DE COLORES,
se hizo mía,
me identificaba,
era uno
de
los componentes
de
MI ESTILO.

iv)

Cuando El Maestro
detectó que yo
había descubierto
la Creación,
no cabía en sí
de gozo.

Ansiaba ver
qué otra
extravagancia
se me ocurriría,
qué colores
le pondría.

Eran creaciones
fantásticas,
no existían
reglas
de perspectivas,
podía
combinar
una fachada
lineal,
con un objeto
con volumen,
en MIS reglas
estaba permitido.

Había
encontrado
El
Camino.

v)

Dejaron
de ser
40 x 50,
para ser
50 x 60,
y luego
70 x 80,
aquello
no terminaba
más.

Me gustaba
hacer
las lunas
como
El Maestro.

Delimitaba
el haz de luz,
trazando
dos tangentes,
y los colores
variaban
en esa frontera
entre la luz,
o la sombra.

Las marinas
del Maestro
eran su obra
más preciada.
Todas
ineludiblemente
tenían,
más lejos,
o más cerca,
el adorado Cerro
de Montevideo.

vi)

Esto
no era
un hecho
casual.

Así
como yo
desde
mi dormitorio
veía
la bahía,
los barcos
y el cerro,
y esa vista
me proporcionaba
una tranquilidad
y paz
absoluta,
seguramente
El Maestro,
habiendo
vivido
en
La Ciudad Vieja
hubiese tenido
la misma
sensación.

vii)

El Maestro
eran sus marinas,
sus lunas,
y sus cerros.

Sus marcos
de la calle
Washington,
en oro o plata
dorado a la hoja
y el inevitable
“pasparteau”
en el medio.

II. Lo Eterno

viii)

El Maestro
nos dejó
tan joven.

La muerte
se lo llevó
demasiado
temprano.

Pero,
si uno
camina
por la plaza
Zabala,
ahora llegando
por Sarandí
Peatonal,
dando la vuelta
por Alzáibar,
El Espíritu
del Maestro
allí
permanece,
inmutable,
a través
de sus marinas.

ix)

Quién sabe
donde
estén ellas,
quizá
en la pared
de algún
Coleccionista,

quizá
en la pared
de una pareja
que la recibió
como regalo
de casamiento,

quizá
en La Galería
Latina.

Pero
sea
donde sea
que estén
esas marinas,
las marinas
del Maestro,

El Espíritu
del Maestro,
habrá
trascendido.

El Maestro
no pasó
en vano
por acá.

Dejó huella.

En sus marinas,
en los corazones
de los que
tuvimos
el placer
de compartir
aquellas clases
en el Taller
de la plaza
Zabala.

El Maestro
entró
en Lo Eterno.

Allí
comparte espacio
con Leonardo,
Van Gogh,
Chagall,
Torres García,
Monet,
Manet,
Kandinsky,
Dali.

Todos juntos
han entrado
en la INMORTALIDAD.

Anna Donner Rybak © 2010.
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